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25 junio, 2008

Cómo sobrevivir a las conversaciones de un ascensor

Unos pocos privilegiados habitan en chalecitos adosados a las afueras de las ciudades, pero casi todos nosotros vivimos en edificios enormes apiñados como ratones de laboratorio, y en unas alturas que dan vértigo sólo de pensar en ellas, así que no nos queda más remedio que utilizar a diario esos diabólicos artefactos denominados ascensores.

En apariencia no puede ser un invento más sencillo: Se deja un hueco dentro del edificio, se introduce una caja de un tamaño acorde al hueco y un sistema de pesas y poleas de un peso adecuado hacen que la caja suba y baje (y se pare) dentro del hueco a tal efecto realizado.

Es muy importante que el tamaño de la caja sea proporcional al hueco dejado para el ascensor, ya que si es de un tamaño superior existirían serias dificultades para colocarla dentro del hueco, y si es de un tamaño muy inferior existirían serias posibilidades de que los vecinos se precipitaran al vacío por el hueco, con una probabilidad de partirse los morros directamente proporcional (y en progresión geométrica) a la altura desde la que se llame al ascensor.

También es imprescindible que el sistema de poleas y de pesas tenga el peso (valga la redundancia) adecuado al susodicho aparato. Si utilizamos unas pesas escasas, el ascensor tardará muchísimo en subir y demasiado poco (peligrosamente poco incluso), en bajar. Por el contrario, si las pesas son excesivas ocurrirá justo el fenómeno opuesto, con el riesgo de que el aparato quede aplastado en la terraza del ático entre dos centros de geranios.

Pese a esta sencillez técnica de funcionamiento, mucha gente tiene un pánico atroz a quedarse atrapado en un ascensor, solos, a oscuras y sin que nadie les oiga mientras el tiempo pasa lentamente y van muriendo poco a poco de hambre y sed. Pero hay una cosa muchísimo peor que todo esto: Quedarse atrapado con la pesada de la vecina del quinto taladrándote la oreja con su insoportable conversación.

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